
Entra un sol neblinoso de invierno por la ventana. No cerré las persianas porque la siesta la duermo con la luz que ofrezca el día y sin pijama.
Uno de mis gatos trata de no perder su lugar de privilegio en la manta mientras yo me dejo caer para terminar sentada en el piso, la remera levantada por el roce del sillón, dejando ver parte de la piel erizada de la espalda en contacto con el aire frío de la habitación que empieza a oscurecerse en una mezcla de luces y sombras que anuncia un anochecer otoñal. Uno de esos que ya están cerca del invierno.
Las plantas de mis pies reconocen el parquet; sintético, liso y se estiran los dedos hasta arañar la alfombra mullida, obligándome a levantar los muslos que se hielan mientras cae la manta. Mis brazos se alargan hacia la pared cubriéndose apenas con mis rizos. Se arquea mi espalda, cada vértebra al máximo. Fuerzo los hombros contra el sofá, que sede, hasta que se tocan los omóplatos.

La cabeza hacia atrás descansa en el asiento, contra el respaldo, dibujando el cuello en una línea que se adivina contra las últimas luces de la tarde. Me estremezco entera, como si toda la energía saliera desde el centro de mi, por cada centímetro de piel para rodearme de mi propio calor. Una especie de terremoto, de explosión interna que llega a mi superficie en forma de cosquillas de placer y me deja en paz, para volver acurrucarme; las rodillas contra el pecho, el gato ovillado a mis pies y la promesa de unos labios en el vientre.
Receta relacionada...
http://recetariodeanaqueles.blogspot.com/2010/11/sabor-de-invierno.html
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1 comentario:
todo ruido es quedo, al entrar.
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